lunes, 1 de diciembre de 2014

CUATRO VIEJAS.

Enfrente de mí
hay sentadas cuatro viejas.
Es lunes
y hace frío.
El vagón de metro
huele
a oxígeno usado.
Y cuatro viejas
que se ahogan
enfrente de mí.

En el calendario de sus vidas
está marcado el día
la hora,
el segundo,
en que las joyas
perdieron el brillo en sus cuerpos,
en que el cofre de la palabra
se vació de significado.
Hubo un día en que dejaron de ser señoras
para convertirse en viejas.
O quizá siempre hayan sido así,
con su cara enferma y azul
manchada de colores descoloridos
como salpicaduras
de un pincel sin control,
y sus labios sin barniz.
Labios revenidos,
sin tinte,
puertas
de una boca
que guarda
el aroma a insecto,
los efluvios corrosivos
que ascienden como enredaderas
por el tubo
de su garganta.

Ese es mi destino
-pienso-
un cuerpo
apedreado por los días
que sostienen huesos  pasados de moda.
Piel donde ha cicatrizado el rastro de las caricias.
No me lo creo.

Tengo cuatro viejas
sentadas frente a mí,
esperando en fila
a ser fusiladas
entre pasajeros sin nombre.

Es una advertencia,
está claro.

Y veo cómo el tiempo se enrosca
suavemente en sus cuellos colgantes,
como una anaconda.
‘Próxima estación, Diego de León’.

Consulto
por última vez el mapa
de arterias de colores conectadas
-esta es la mía-
Me levanto junto a la puerta,
y al abrirse,
penetra en el vagón
una corriente de aire
que no deja salir
antes de entrar
y me pregunto
en qué estación bajarán
las cuatro flores rancias.
De momento
camino por este hormiguero
buscando la línea 6
porque yo hago transbordo.